Según cuenta Hanzel
en su registro de hechos del período que comprende la llamada Era de
Oro o la Primera Gran Alianza, acudieron tres hombres al encuentro de
Brjánnt con el objeto de ofrecerse a él como súbditos, obteniendo
un final inesperado. Tal como cuenta con sus propias palabras:
(…) Estaba de
visita en el Holl de Brjánnt cuando llegaron a nosotros tres varones
armados, todos ellos sanos y de buena constitución, con aspecto de
bárbaros renegados. Acudí a su presencia y pregunté lo qué
querían para con mi señor, y exigieron con tono elevado
entrevistarse con él. Pude haberlos atacado en conjunto a los
guardias de la primera gran puerta y matarlos por su arrogancia, pero
la voz de mi señor, temprana como la misma mañana detrás de mis
espaldas, me detuvo en seco, por lo que decidí apartarme, hasta ser
preguntado:
-¿Quiénes son
estos, lacayo?
Más no pude
responderle, pues para cuando me giraba hacia él, ya se habían
postrado delante suya, arrojando sus armas a sus pies y descubriendo
la protección de sus cabezas y cuellos, como señal de sumisión
absoluta. Brjánnt llevaba su espada, pero no hizo el amago en ningún
momento de tirar de ella. Pudo haberles cortado la cabeza a la altura
de la garganta con un sólo giro, pero no lo hizo. En su lugar, se
jactó muy levemente, y retirándose sin perder en ningún momento
contacto visual con el trío, se sentó en su trono y les dijo:
-Hablad.
Y habló el que de
entre todos tenía aspecto de líder, con un tono pasivo y suave,
como lastimoso reclamo:
-Gran Brjánnt,
venimos desde vuestros propios dominios en condición de expatriados.
Uno de vuestros senescales, Lodl, ha puesto jugoso precio a nuestras
cabezas por considerarnos amenaza. Lleva mucho tiempo explotando al
máximo el poder que vos le habéis dado, y es posible que se haya
embebido con este privilegio.
-¿Qué intentas
decir?
-¿Cómo? ¿No sabe
acaso el Rey lo que sucede en sus propias tierras?
En ese momento,
hubiese entendido que los hubiera matado allí mismo simplemente por
la osadía de sus palabras, pero cuánta mi sorpresa, cuando
respondió, sereno:
-Dime una cosa,
marginado. ¿A cuántas villas has tenido alguna vez bajo tu cargo?
-A ninguna, mi
señor.
-Comprenderás que
no puedo atender a todas las revueltas que se formen entre ellas,
¿no?
-Sí, Rey.
-No obstante...
tiempo hace que Lodl ha abandonado su cargo, pues le he hecho pagar
en la horca la debilidad de la que hablas, fue víctima en el pasado.
No puedo consentir el desarrollo de la putrefacción individual en mi
cadena de mando. Estropearía la salubridad de mi jerarquía. Cuando
se tiene constancia de una posible traición dentro de tu propia
casa, debes ser siempre el primero en darte cuenta, y nunca permitir
que sean los ojos de otro, incluso tratándose de un ser querido, los
primeros en darse cuenta de potencial peligro de cara a tu control.
Cuando te vuelves lo suficientemente poderoso, es probable que te
confíes, y entonces te vuelvas lento. Nunca he estado más seguro de
mis propias posibilidades como líder, pero al mismo tiempo, nunca he
estado más alerta.
Se hizo un silencio
en la sala, y continuó:
-¿De qué crímenes
se os acusan?
-Hurtos y robos a
larga escala, mi señor.
-¿En serio?
Se levantó, y
caminó lentamente a su alrededor hasta estar aparentemente
satisfecho con su inspección. Una vez regresó a su asiento, dijo:
-No tenéis pinta de
ladrones. Ése es oficio de hombres de físico pobre y mayor
agilidad. He visto los filos de vuestras armas. Tienen muescas,
grandes muescas de batalla. Apuesto a que no son heridas metálicas
conseguidas en ciudades ni villas, sino en grandes guerras. Ninguno
portáis emblema, pero estoy seguro de que sóis soldados, ¿correcto?
-Sí, mi rey.
-Nunca hubieseis
siquiera sentido la tentación de acudir a mí para obtener un
plebiscito. Os trae causa mayor. Sóis mercenarios. Puedo verlo en
vuestros ojos. Soldados sin bandera ni patria. Sin corazón.
Volvió a
levantarse, y les dió la espalda, mientras retomaba la palabra:
-Cualquiera en mi
posición os perseguiría y daría muerte hasta acabar con toda
vuestra calaña. Pero soy un hombre práctico. No tuve la educación
militar de la que disponen los príncipes de rica cuna al alcanzar la
edad viril, por lo que entiendo y no juzgo vuestro estilo de vida.
Sin embargo, y como ya he dicho antes, presiento que lo que os trae
hasta aquí es un motivo mucho mayor al de una simple redención.
-Así es, rey.
Venimos para ofrecernos a cambio de nada más que el honor de
defender tus dominios y ejércitos.
Entonces Brjánnt
sonrió fríamente, y le contestó:
-Ah, esto es
realmente irónico. Cuando era joven, trataba con tipos como vosotros
día tras día. He conocido muchos mercenarios a lo largo de mi vida,
pero nunca había visto u oído hablar de unos que en lugar de
esperar a ser contratados por el mejor postor se ofreciesen a alguien
sin ser invitados. ¿Qué os mueve? ¿El temor? ¿El dinero? ¿Ansiáis
acaso la vida que llevo?
-Señor, queremos
serviros con nuestros propios cuerpos.
-¿Ah, sí? ¿Y cómo
es eso? Quiero decir, ¿a qué debo semejante lealtad por parte de
tres mercenarios?
-Poderoso rey,
sabemos de vuestra alevosía por el anciano Varjo. Sus días de
gloria han pasado ya, y tarde o temprano la tenue luz que proyecta en
su vejez se disipará para siempre como un recuerdo en la memoria de
los de su generación. No obstante, cuenta todavía con la simpatía
de Rédvarr y Elksandr, vuestros hermanos, además de tener una
guardia personal de élite... la mejor de todo el continente.
-¿Y bien?
-Si alguna vez
intentase golpearle... nosotros podríamos ser de ayuda.
-¿Acaso insinúas
algo, marginado?
-Señor, no es
secreto que siempre habéis ansiado el trono del viejo Varjo. Habéis
tenido ocasión para...
-Continúa.
-Pudisteis atacar
junto a vuestros dos hermanos, pero ninguno tuvo valor como para
seguiros en vuestro ánimo. En cambio, nosotros...
-¿Vosotros?
-Os ofrecemos
nuestra fuerza en caso de que intentarais dar un golpe a su gobierno
estanco.
-Ya veo... es un
ofrecimiento interesante, he de admitir. Me sorprende que de mí se
hable tanto últimamente. Como has dicho, siempre he deseado el
control del que goza Varjo. Su mera presencia en la cabeza del
ejército me provoca náuseas. Nadie duda de su trayectoria, pero se
resiste a admitir la realidad. Sus mejores días han pasado, debería
dedicarse a descansar. El país estaría en mejores manos que las
suyas si no fuese tan obtuso. Ha perdido la fuerza en las muñecas, y
ya no puede gobernar con firmeza un imperio como el que mis hermanos
y yo hemos construido. Anharia es como una poderosa yegua, a veces
quieta y calma, pero en ocasiones rebelde y difícil de dominar. Se
requieren, como dices, de una fuerza con la que ya no cuenta. Te
confieso que he pensado en atacarlo durante años, pero siempre tuve
el mismo problema. Me encontraba solo. Tenía un fuerte ejército,
pero no como el de Varjo. Necesitaba soldados más fuertes, miembros
de la élite. Alguien como vosotros. Sin embargo...
-¿Sí?
-No es una decisión
que pueda tomar tan rápido. A fin de cuentas, no soy mejor que
cualquier otro de mis hermanos. Necesito tiempo para meditar al
respecto de esta situación.
-Lo comprendemos,
señor.
-Dadme lo que queda
de día y esta noche para reflexionar. Mañana por la mañana, a la
hora del desayuno, os transmitiré mi decisión.
Y entonces, se
retiró, y no ví de él ni la sombra hasta el día siguiente.
Recuerdo, no
obstante, esa noche, por la tensión de la cena y por lo que sucedió
después. Estaba Brjánnt y sus mozos de armas junto a él,
sirviéndole en abundancia. Viendo el aspecto fatigado de los tres
visitantes, hizo traer a ellos las mejores comidas y bebidas de las
que disponía en aquel preciso momento. Todos comieron, sin atreverse
siquiera a mirarle a los ojos, pues sabían de su temperamento. Una
vez acabada la cena, dispuso el rey de una habitación para los tres
a los que hizo acompañar de uno de sus mozos de armas, y les dió
las buenas noches, como cuando un caballero reconoce la valía de
otro.
Ya en la medianía
de la noche, me levanté ante la presencia de un frío tan trémulo
que de mí alzó el cuerpo buscando más cueros con los que vestirme
para no padecer su gélido efecto. Cerca del vestidor, a unos
cuarenta pasos de la habitación donde habían tomado asilo los
mercenarios, pude percibir una clase de ruidos verdaderamente
aterradores, como cuando uno se encara con la muerte misma, no
obstante (…) decidí dormir lo que quedaba de noche, entendiendo
que no era sino parte de una ilusión fruto del mal sueño
interrumpido.
A la mañana
siguiente y exactamente a la misma hora, me aseguré de entrar en el
salón del Holl por la cámara trasera, de modo que sirviese de
guardia en caso de un combate, para defender a Brjánnt ya que no me
fiaba. Entró minutos después con una serena calma, y se sentó en
su trono, para a continuación orquestar la primera comida de la
mañana. Ya en el desayuno, me sorprendió el aspecto de los tres
mercenarios. Como roídos por los dientes afilados de alimaña, se
presentaron a nos claramente fatigados. De sucia y golpeada la cara,
los músculos estrujados. La sangre, ya seca, apestaba sobre sus
cuerpos, y aún en éstas, eran capaces de actuar como si nada
pasara, y fue entonces cuando me preocupé, porque ni ellos ni
Brjánnt dijeron nada, y cada uno comió y bebió como si fuese un
día más sobre la faz de la tierra, y para cuando hubieron terminado
(…) pidieron doble ración, y así sucesivamente hasta quedar
exhaustos. Brjánnt, quien mantenía la serenidad, hizo atender a
cada uno con sus mejores sirvientes de mesa, pero tal era el apetito
de los mercenarios que por más que comían, no se sentían
satisfechos, llegando a mostrarse violentos con los jóvenes que les
servían. Inmundos canallas, ¿cómo eran capaces de tragar y beber
como un pozo sin fondo conocido teniendo así de castigado el cuerpo?
A pesar de todo, yo era el único que parecía no conocer (…)
entonces, habló Brjánnt, mi rey:
-Lo siento, pero no
he podido obviar las heridas que tenéis. ¿Dónde y cuando habéis
batallado? Desde luego, no en mi palacio, ¿cierto?
Y entonces, tras
mirarse entre sí durante un breve lapso, habló el que tenía entre
los tres liderazgo, y le dijo:
-Señor, la noche
anterior ha sido espléndida tanto en extrañeza como en su nivel de
exigencia.
-¿Cómo dices?
-Vinieron a por
nosotros unos nueve, diez hombres, todos ellos bien armados. Eran
fuertes como rocas, y tan bravos y rápidos como ningún adversario
que hubiésemos enfrentado antes. En pleno éxtasis, nos sentimos tan
confusos que comenzamos a atacarnos entre nosotros mismos, pero...
-¿Si?
-La pelea cesó, y
entonces decidimos hablar... resolvimos que alguien próximo a
usted... sino...
-¿Sino quién?
-Alguien quería
asesinarnos, y por muy poco no lo consiguió... pero decidimos
endurecer el ánimo y actuar como si nada pasase porque...
-Contemplasteis la
idea de que os hubiese probado, ¿no?
-En efecto, mi
señor. Vuestra sabiduría ha hablado.
Entonces Brjánnt se
levantó, y dándose la vuelta, dijo:
-Es interesante...
te lo puedo asegurar. Pero bueno, un soldado debe estar siempre a la
altura de las circunstancias, ¿no? No puede permitirse descansar ni
confiarse, aún si las palabras de su anfitrión son amables y no
ásperas.
-Lo sabemos, señor.
Por eso hemos sellado nuestro rencor. Hemos aprobado.
-¿Aprobado? Es una
buena palabra. Y bien...
-¿Si?
-Después de todo
esto... ¿os sentís satisfechos?
-¿Satisfechos? ¿A
qué se refiere, mi rey?
De súbito, uno de
los muchachos más jóvenes tropezó mientras retiraba los restos de
la mesa, abalanzándose torpemente contra uno de los tres, generando
su ira hasta tal punto que recibió un puñetazo. El sonido seco de
el puño cerrado sobre la barbilla imberbe del mozo retumbó a lo
largo del comedor, entonces Brjánnt, aún sereno, dijo:
-Vaya... eso no ha
sido muy inteligente por tu parte, ¿no crees?
-¿Señor?
Y entonces Brjánnt
comenzó a reír, rió tanto como un loco que ha perdido el control,
o mejor dicho, uno que siente próxima una hazaña.
-Anoche, mientras
dormíais, hice ir a por vosotros a dos de mis mozos de armas. Les
dije, “sin piedad, pero que no mueran sobre mis camas” y así lo
hicieron. El porqué los contasteis como diez en número se debe a su
velocidad de ataque y a la confusión que generaron sobre vosotros
mismos, víctimas de vuestra propia ebriedad, os combatisteis
mutuamente durante horas bajo el abrigo de la noche, hasta que
sucumbisteis y entonces comprendisteis el engaño. Pero qué malos
soldados... y vosotros os hacéis llamar la élite... derrotados por
muchachos imberbes, por meros esclavos... ése al que as pegado es el
que te hizo brecha...
y entonces, gritó a
los muchachos:
-¡Matadlos!
El sonido del metal
cortando la carne humana aún retumba en mi memoria, como un recuerdo
maldito que llevo conmigo hasta mi propio embarcamiento final. Me
acerqué, aterrorizado ante Brjánnt, y le dije:
-Pero, ¿qué haces?
¿Acaso es de ley asesinar a quienes no te han hecho mal?
Y muy frío en el
tono, me replicó con una segunda pregunta:
-¿Lo es ser
mercenario en estos tiempos de paz? Yo he hecho muchas cosas, pero
nunca antepuse el dinero al alma, Hanzel. Lodl era un hombre justo.
Fue apedreado por su propia guardia personal. Querían lo que él
tenía. Un puesto alto en una villa próspera. Él era brillante con
las ciencias y las artes, pero no era un hombre de espada. Como bien
sabes, muy pocas veces me arrepiento de mis actos. Pero el haberle
dado aquel cargo a Lodl... quizás no fue tácito.
Nos quedamos en
silencio durante un buen rato, hasta que el silencio se volvió
insoportable, entonces, le pregunté:
-¿Te preocupa que
se sepa de tus intenciones para con Varjo? ¿Qué crees que harán
Rédvarr y Elksandr cuando sepan de esto?
-No harán nada.
Hace tiempo que lo saben, y no se atreven a actuar. No digo que se
trate de miedo desde el punto de vista de un guerrero, temen algo más
personal. Temen elegir bando. Las cosas serían distintas si fuésemos
sólo dos, entonces... entonces podría declararle la guerra a uno de
los dos e intentarlo. Pero ellos han estado siempre muy juntos. Su
lealtad hacia Varjo es demasiado fuerte, es un lazo que he intentado
rasgar durante años, pero no lo he conseguido. No puedo pues,
iniciar una batalla que sé que no puedo ganar. Ni siquiera sería a
vida o muerte, ninguno de los dos intentaría dar por acabados mis
días, tan sólo castigarme... vaya una miseria.
-¿Entonces...
porqué actúan como si no les preocupase?
-Porque saben que no
me moveré... al menos, no por ahora. Nuestra relación es buena,
pero es una farsa. De todos modos, los tres dependemos de cada uno, y
nunca hubiésemos ascendido por separado. Si mi posición se
refuerza... ¿quién sabe? Pero de momento, no hay nada que pueda
hacer.
Entonces, se acercó
uno de los mozos de armas a los que tenía más aprecio, con las
manos ensangrentadas por la matanza recién ejecutada, y acarició su
cabeza, como lo haría un padre con un hijo, y me dijo, sin mirarme:
-Esos tipos... se
creían gran cosa. Y sin embargo, fueron derrotados por niños. ¿Qué
te dice eso, lacayo?
-No lo sé, señor.
-La fuerza no se
mide por el aspecto. El talento se esconde a veces en los sitios
menos imaginados.