martes, 1 de marzo de 2016

Los tres mercenarios


Según cuenta Hanzel en su registro de hechos del período que comprende la llamada Era de Oro o la Primera Gran Alianza, acudieron tres hombres al encuentro de Brjánnt con el objeto de ofrecerse a él como súbditos, obteniendo un final inesperado. Tal como cuenta con sus propias palabras:
(…) Estaba de visita en el Holl de Brjánnt cuando llegaron a nosotros tres varones armados, todos ellos sanos y de buena constitución, con aspecto de bárbaros renegados. Acudí a su presencia y pregunté lo qué querían para con mi señor, y exigieron con tono elevado entrevistarse con él. Pude haberlos atacado en conjunto a los guardias de la primera gran puerta y matarlos por su arrogancia, pero la voz de mi señor, temprana como la misma mañana detrás de mis espaldas, me detuvo en seco, por lo que decidí apartarme, hasta ser preguntado:

-¿Quiénes son estos, lacayo?

Más no pude responderle, pues para cuando me giraba hacia él, ya se habían postrado delante suya, arrojando sus armas a sus pies y descubriendo la protección de sus cabezas y cuellos, como señal de sumisión absoluta. Brjánnt llevaba su espada, pero no hizo el amago en ningún momento de tirar de ella. Pudo haberles cortado la cabeza a la altura de la garganta con un sólo giro, pero no lo hizo. En su lugar, se jactó muy levemente, y retirándose sin perder en ningún momento contacto visual con el trío, se sentó en su trono y les dijo:

-Hablad.

Y habló el que de entre todos tenía aspecto de líder, con un tono pasivo y suave, como lastimoso reclamo:

-Gran Brjánnt, venimos desde vuestros propios dominios en condición de expatriados. Uno de vuestros senescales, Lodl, ha puesto jugoso precio a nuestras cabezas por considerarnos amenaza. Lleva mucho tiempo explotando al máximo el poder que vos le habéis dado, y es posible que se haya embebido con este privilegio.
-¿Qué intentas decir?
-¿Cómo? ¿No sabe acaso el Rey lo que sucede en sus propias tierras?

En ese momento, hubiese entendido que los hubiera matado allí mismo simplemente por la osadía de sus palabras, pero cuánta mi sorpresa, cuando respondió, sereno:

-Dime una cosa, marginado. ¿A cuántas villas has tenido alguna vez bajo tu cargo?
-A ninguna, mi señor.
-Comprenderás que no puedo atender a todas las revueltas que se formen entre ellas, ¿no?
-Sí, Rey.
-No obstante... tiempo hace que Lodl ha abandonado su cargo, pues le he hecho pagar en la horca la debilidad de la que hablas, fue víctima en el pasado. No puedo consentir el desarrollo de la putrefacción individual en mi cadena de mando. Estropearía la salubridad de mi jerarquía. Cuando se tiene constancia de una posible traición dentro de tu propia casa, debes ser siempre el primero en darte cuenta, y nunca permitir que sean los ojos de otro, incluso tratándose de un ser querido, los primeros en darse cuenta de potencial peligro de cara a tu control. Cuando te vuelves lo suficientemente poderoso, es probable que te confíes, y entonces te vuelvas lento. Nunca he estado más seguro de mis propias posibilidades como líder, pero al mismo tiempo, nunca he estado más alerta.

Se hizo un silencio en la sala, y continuó:

-¿De qué crímenes se os acusan?
-Hurtos y robos a larga escala, mi señor.
-¿En serio?

Se levantó, y caminó lentamente a su alrededor hasta estar aparentemente satisfecho con su inspección. Una vez regresó a su asiento, dijo:

-No tenéis pinta de ladrones. Ése es oficio de hombres de físico pobre y mayor agilidad. He visto los filos de vuestras armas. Tienen muescas, grandes muescas de batalla. Apuesto a que no son heridas metálicas conseguidas en ciudades ni villas, sino en grandes guerras. Ninguno portáis emblema, pero estoy seguro de que sóis soldados, ¿correcto?
-Sí, mi rey.
-Nunca hubieseis siquiera sentido la tentación de acudir a mí para obtener un plebiscito. Os trae causa mayor. Sóis mercenarios. Puedo verlo en vuestros ojos. Soldados sin bandera ni patria. Sin corazón.

Volvió a levantarse, y les dió la espalda, mientras retomaba la palabra:

-Cualquiera en mi posición os perseguiría y daría muerte hasta acabar con toda vuestra calaña. Pero soy un hombre práctico. No tuve la educación militar de la que disponen los príncipes de rica cuna al alcanzar la edad viril, por lo que entiendo y no juzgo vuestro estilo de vida. Sin embargo, y como ya he dicho antes, presiento que lo que os trae hasta aquí es un motivo mucho mayor al de una simple redención.
-Así es, rey. Venimos para ofrecernos a cambio de nada más que el honor de defender tus dominios y ejércitos.

Entonces Brjánnt sonrió fríamente, y le contestó:

-Ah, esto es realmente irónico. Cuando era joven, trataba con tipos como vosotros día tras día. He conocido muchos mercenarios a lo largo de mi vida, pero nunca había visto u oído hablar de unos que en lugar de esperar a ser contratados por el mejor postor se ofreciesen a alguien sin ser invitados. ¿Qué os mueve? ¿El temor? ¿El dinero? ¿Ansiáis acaso la vida que llevo?
-Señor, queremos serviros con nuestros propios cuerpos.
-¿Ah, sí? ¿Y cómo es eso? Quiero decir, ¿a qué debo semejante lealtad por parte de tres mercenarios?
-Poderoso rey, sabemos de vuestra alevosía por el anciano Varjo. Sus días de gloria han pasado ya, y tarde o temprano la tenue luz que proyecta en su vejez se disipará para siempre como un recuerdo en la memoria de los de su generación. No obstante, cuenta todavía con la simpatía de Rédvarr y Elksandr, vuestros hermanos, además de tener una guardia personal de élite... la mejor de todo el continente.
-¿Y bien?
-Si alguna vez intentase golpearle... nosotros podríamos ser de ayuda.
-¿Acaso insinúas algo, marginado?
-Señor, no es secreto que siempre habéis ansiado el trono del viejo Varjo. Habéis tenido ocasión para...
-Continúa.
-Pudisteis atacar junto a vuestros dos hermanos, pero ninguno tuvo valor como para seguiros en vuestro ánimo. En cambio, nosotros...
-¿Vosotros?
-Os ofrecemos nuestra fuerza en caso de que intentarais dar un golpe a su gobierno estanco.
-Ya veo... es un ofrecimiento interesante, he de admitir. Me sorprende que de mí se hable tanto últimamente. Como has dicho, siempre he deseado el control del que goza Varjo. Su mera presencia en la cabeza del ejército me provoca náuseas. Nadie duda de su trayectoria, pero se resiste a admitir la realidad. Sus mejores días han pasado, debería dedicarse a descansar. El país estaría en mejores manos que las suyas si no fuese tan obtuso. Ha perdido la fuerza en las muñecas, y ya no puede gobernar con firmeza un imperio como el que mis hermanos y yo hemos construido. Anharia es como una poderosa yegua, a veces quieta y calma, pero en ocasiones rebelde y difícil de dominar. Se requieren, como dices, de una fuerza con la que ya no cuenta. Te confieso que he pensado en atacarlo durante años, pero siempre tuve el mismo problema. Me encontraba solo. Tenía un fuerte ejército, pero no como el de Varjo. Necesitaba soldados más fuertes, miembros de la élite. Alguien como vosotros. Sin embargo...
-¿Sí?
-No es una decisión que pueda tomar tan rápido. A fin de cuentas, no soy mejor que cualquier otro de mis hermanos. Necesito tiempo para meditar al respecto de esta situación.
-Lo comprendemos, señor.
-Dadme lo que queda de día y esta noche para reflexionar. Mañana por la mañana, a la hora del desayuno, os transmitiré mi decisión.

Y entonces, se retiró, y no ví de él ni la sombra hasta el día siguiente.
Recuerdo, no obstante, esa noche, por la tensión de la cena y por lo que sucedió después. Estaba Brjánnt y sus mozos de armas junto a él, sirviéndole en abundancia. Viendo el aspecto fatigado de los tres visitantes, hizo traer a ellos las mejores comidas y bebidas de las que disponía en aquel preciso momento. Todos comieron, sin atreverse siquiera a mirarle a los ojos, pues sabían de su temperamento. Una vez acabada la cena, dispuso el rey de una habitación para los tres a los que hizo acompañar de uno de sus mozos de armas, y les dió las buenas noches, como cuando un caballero reconoce la valía de otro.
Ya en la medianía de la noche, me levanté ante la presencia de un frío tan trémulo que de mí alzó el cuerpo buscando más cueros con los que vestirme para no padecer su gélido efecto. Cerca del vestidor, a unos cuarenta pasos de la habitación donde habían tomado asilo los mercenarios, pude percibir una clase de ruidos verdaderamente aterradores, como cuando uno se encara con la muerte misma, no obstante (…) decidí dormir lo que quedaba de noche, entendiendo que no era sino parte de una ilusión fruto del mal sueño interrumpido.
A la mañana siguiente y exactamente a la misma hora, me aseguré de entrar en el salón del Holl por la cámara trasera, de modo que sirviese de guardia en caso de un combate, para defender a Brjánnt ya que no me fiaba. Entró minutos después con una serena calma, y se sentó en su trono, para a continuación orquestar la primera comida de la mañana. Ya en el desayuno, me sorprendió el aspecto de los tres mercenarios. Como roídos por los dientes afilados de alimaña, se presentaron a nos claramente fatigados. De sucia y golpeada la cara, los músculos estrujados. La sangre, ya seca, apestaba sobre sus cuerpos, y aún en éstas, eran capaces de actuar como si nada pasara, y fue entonces cuando me preocupé, porque ni ellos ni Brjánnt dijeron nada, y cada uno comió y bebió como si fuese un día más sobre la faz de la tierra, y para cuando hubieron terminado (…) pidieron doble ración, y así sucesivamente hasta quedar exhaustos. Brjánnt, quien mantenía la serenidad, hizo atender a cada uno con sus mejores sirvientes de mesa, pero tal era el apetito de los mercenarios que por más que comían, no se sentían satisfechos, llegando a mostrarse violentos con los jóvenes que les servían. Inmundos canallas, ¿cómo eran capaces de tragar y beber como un pozo sin fondo conocido teniendo así de castigado el cuerpo? A pesar de todo, yo era el único que parecía no conocer (…) entonces, habló Brjánnt, mi rey:

-Lo siento, pero no he podido obviar las heridas que tenéis. ¿Dónde y cuando habéis batallado? Desde luego, no en mi palacio, ¿cierto?

Y entonces, tras mirarse entre sí durante un breve lapso, habló el que tenía entre los tres liderazgo, y le dijo:

-Señor, la noche anterior ha sido espléndida tanto en extrañeza como en su nivel de exigencia.
-¿Cómo dices?
-Vinieron a por nosotros unos nueve, diez hombres, todos ellos bien armados. Eran fuertes como rocas, y tan bravos y rápidos como ningún adversario que hubiésemos enfrentado antes. En pleno éxtasis, nos sentimos tan confusos que comenzamos a atacarnos entre nosotros mismos, pero...
-¿Si?
-La pelea cesó, y entonces decidimos hablar... resolvimos que alguien próximo a usted... sino...
-¿Sino quién?
-Alguien quería asesinarnos, y por muy poco no lo consiguió... pero decidimos endurecer el ánimo y actuar como si nada pasase porque...
-Contemplasteis la idea de que os hubiese probado, ¿no?
-En efecto, mi señor. Vuestra sabiduría ha hablado.

Entonces Brjánnt se levantó, y dándose la vuelta, dijo:

-Es interesante... te lo puedo asegurar. Pero bueno, un soldado debe estar siempre a la altura de las circunstancias, ¿no? No puede permitirse descansar ni confiarse, aún si las palabras de su anfitrión son amables y no ásperas.
-Lo sabemos, señor. Por eso hemos sellado nuestro rencor. Hemos aprobado.
-¿Aprobado? Es una buena palabra. Y bien...
-¿Si?
-Después de todo esto... ¿os sentís satisfechos?
-¿Satisfechos? ¿A qué se refiere, mi rey?

De súbito, uno de los muchachos más jóvenes tropezó mientras retiraba los restos de la mesa, abalanzándose torpemente contra uno de los tres, generando su ira hasta tal punto que recibió un puñetazo. El sonido seco de el puño cerrado sobre la barbilla imberbe del mozo retumbó a lo largo del comedor, entonces Brjánnt, aún sereno, dijo:

-Vaya... eso no ha sido muy inteligente por tu parte, ¿no crees?
-¿Señor?

Y entonces Brjánnt comenzó a reír, rió tanto como un loco que ha perdido el control, o mejor dicho, uno que siente próxima una hazaña.

-Anoche, mientras dormíais, hice ir a por vosotros a dos de mis mozos de armas. Les dije, “sin piedad, pero que no mueran sobre mis camas” y así lo hicieron. El porqué los contasteis como diez en número se debe a su velocidad de ataque y a la confusión que generaron sobre vosotros mismos, víctimas de vuestra propia ebriedad, os combatisteis mutuamente durante horas bajo el abrigo de la noche, hasta que sucumbisteis y entonces comprendisteis el engaño. Pero qué malos soldados... y vosotros os hacéis llamar la élite... derrotados por muchachos imberbes, por meros esclavos... ése al que as pegado es el que te hizo brecha...

y entonces, gritó a los muchachos:

-¡Matadlos!

El sonido del metal cortando la carne humana aún retumba en mi memoria, como un recuerdo maldito que llevo conmigo hasta mi propio embarcamiento final. Me acerqué, aterrorizado ante Brjánnt, y le dije:

-Pero, ¿qué haces? ¿Acaso es de ley asesinar a quienes no te han hecho mal?
Y muy frío en el tono, me replicó con una segunda pregunta:

-¿Lo es ser mercenario en estos tiempos de paz? Yo he hecho muchas cosas, pero nunca antepuse el dinero al alma, Hanzel. Lodl era un hombre justo. Fue apedreado por su propia guardia personal. Querían lo que él tenía. Un puesto alto en una villa próspera. Él era brillante con las ciencias y las artes, pero no era un hombre de espada. Como bien sabes, muy pocas veces me arrepiento de mis actos. Pero el haberle dado aquel cargo a Lodl... quizás no fue tácito.

Nos quedamos en silencio durante un buen rato, hasta que el silencio se volvió insoportable, entonces, le pregunté:

-¿Te preocupa que se sepa de tus intenciones para con Varjo? ¿Qué crees que harán Rédvarr y Elksandr cuando sepan de esto?
-No harán nada. Hace tiempo que lo saben, y no se atreven a actuar. No digo que se trate de miedo desde el punto de vista de un guerrero, temen algo más personal. Temen elegir bando. Las cosas serían distintas si fuésemos sólo dos, entonces... entonces podría declararle la guerra a uno de los dos e intentarlo. Pero ellos han estado siempre muy juntos. Su lealtad hacia Varjo es demasiado fuerte, es un lazo que he intentado rasgar durante años, pero no lo he conseguido. No puedo pues, iniciar una batalla que sé que no puedo ganar. Ni siquiera sería a vida o muerte, ninguno de los dos intentaría dar por acabados mis días, tan sólo castigarme... vaya una miseria.
-¿Entonces... porqué actúan como si no les preocupase?
-Porque saben que no me moveré... al menos, no por ahora. Nuestra relación es buena, pero es una farsa. De todos modos, los tres dependemos de cada uno, y nunca hubiésemos ascendido por separado. Si mi posición se refuerza... ¿quién sabe? Pero de momento, no hay nada que pueda hacer.

Entonces, se acercó uno de los mozos de armas a los que tenía más aprecio, con las manos ensangrentadas por la matanza recién ejecutada, y acarició su cabeza, como lo haría un padre con un hijo, y me dijo, sin mirarme:

-Esos tipos... se creían gran cosa. Y sin embargo, fueron derrotados por niños. ¿Qué te dice eso, lacayo?
-No lo sé, señor.
-La fuerza no se mide por el aspecto. El talento se esconde a veces en los sitios menos imaginados.

1 comentario:

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